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Gobernanza mundial para las sanciones financieras

LONDRES – Con la guerra de Rusia contra Ucrania ya en su tercer año, a los gobiernos occidentales les está costando cada vez más reunir los fondos necesarios para ayudar a los ucranianos a defenderse: para la Unión Europea fue difícil acordar un paquete de ayuda de EUR 50 000 millones (USD 54 000 millones) en febrero, y el paquete de financiamiento de USD 60 000 millones de Estados Unidos sigue en punto muerto. Las voces que insisten en usar los propios activos rusos para financiar la defensa ucraniana se hacen oír cada vez con más fuerza.

Están en juego aproximadamente USD 300 000 millones de las reservas del banco central ruso, que los gobiernos occidentales —incluidos los de la UE y EE. UU.— congelaron inmediatamente después de la invasión, tanto para castigar a Rusia como para limitar sus recursos para la agresión. Se trató de una decisión radical: la última vez que se impusieron sanciones financieras integrales a un país importante, y que fueron aceptadas de manera amplia —aunque no universal— fue en la década de 1930, a Italia y Japón. (Las sanciones impuestas a Rusia cuando anexó Crimea en 2014 fueron mucho menores que las de 2022).

EE. UU. ahora quiere dar un paso todavía más audaz: confiscar los activos rusos y transferírselos a Ucrania. La explicación es simple: Rusia debe compensar a Ucrania por la guerra ilegal y extremadamente destructiva que inició. Las reservas del banco central ruso satisfarían —al menos en parte— los legítimos reclamos ucranianos por daños de guerra.

Pero incluso si EE. UU. —con el apoyo de la UE y el G7— logra presentar un argumento legal plausible para confiscar las reservas rusas, no queda claro que esa sea la decisión acertada. De hecho, la confiscación de los activos rusos constituiría una escalada significativa que no solo pondría en peligro al dominio occidental del sistema monetario y financiero internacional, sino que establecería además un peligroso precedente de derecho internacional.

Las sanciones financieras son un arma que afecta a la soberanía monetaria externa de los países y su capacidad para gestionar su moneda, reservas y sistemas de pagos. Como cualquier otra arma poderosa, debe responder a principios legales internacionales y una gobernanza clara. Para ello, el G7 y el G20 junto con las instituciones financieras internacionales debieran crear un marco multilateral que rija el uso de las sanciones financieras.

Ese marco debiera reconocer el papel fundamental del dólar estadounidense en el sistema monetario internacional, tanto en su calidad de unidad de cuenta como de activo de reserva. El dominio del dólar —su liquidez y aceptación internacionales no tienen rival— implica que los países están dispuestos a limitar su soberanía monetaria a cambio de la comodidad que les brinda su uso. Actualmente, cerca del 80 % de las transacciones del comercio internacional y el 60 % de los pagos internacionales se llevan a cabo en dólares.

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No hay motivo para creer que esto vaya a cambiar pronto; como afirmó en 1971 John Connally, entonces secretario del Tesoro estadounidense, «el dólar es moneda nuestra, pero problema de ustedes». Ahora que EE. UU. y sus aliados están usando sanciones financieras para lograr objetivos geopolíticos, la máxima de Connally puede resultar incluso más certera y tener consecuencias que van mucho más allá de la guerra de Ucrania.

Ya algunos países y bloques regionales —como el BRICS, actualmente conformado por Brasil, Rusia, India, China, África, Egipto, Etiopía, Irán y los Emiratos Árabes Unidos— están buscando sistemas de pagos alternativos que dependan menos del dólar. El Sistema de Pago Interbancario y Transfronterizo (CIPS) y el sistema de Pago Electrónico en Moneda Digital (DCEP, Digital Currency Electronic Payment) —liderados por China— procuran ofrecer alternativas a la plataforma de la Sociedad de Telecomunicaciones Financieras Interbancarias Mundiales (SWIFT), liderada por Occidente.

Aunque los sistemas monetarios y de pagos alternativos emergentes no reemplazarían a la arquitectura existente —al menos en el corto plazo— podrían llevar a una fragmentación de las normas y estándares, y hasta de las instituciones, lo que crearía aún más tensiones e inestabilidad internacionales. Para un mundo próspero y en paz necesitamos instituciones y normas compartidas.

Con el posible regreso de Donald Trump a la Casa Blanca en 2025, la creación de un sistema de gobernanza mundial para las sanciones financieras es incluso más urgente. Independientemente de quien esté a cargo en 2025, los países que dependen del dólar estadounidense para ahorrar y tomar créditos, y para facturar y pagar sus transacciones comerciales, deben poder confiar en que sus activos no serán confiscados ni congelados, ni su capacidad para realizar pagos internacionales se verá limitada, por caprichos políticos.

Un marco multilateral que gobierne las sanciones financieras permitiría usarlas en situaciones extremas (por ejemplo, si un país infringe el derecho internacional invadiendo el territorio soberano de otro sin provocación alguna). Como en el caso de Rusia, esto puede servir tanto para castigar a los perpetradores de un comportamiento ilegal como para limitar su capacidad de insistir en él, y disuadir a otros de seguir su ejemplo.

Pero ese marco también fijaría las condiciones necesarias para aplicar sanciones —una clara violación del derecho internacional sería la primera de ellas— y evitar su uso injustificado; e incluiría mecanismos para garantizar que se responsabilice a quienes lo infrinjan. Solo entonces el sistema financiero mundial podrá seguir funcionando de manera tal que beneficie a todos los países que dependen de él, en vez de solo a quienes están a cargo.

Traducción al español por Ant-Translation

https://prosyn.org/ww14ctMes